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Dinah Gottliebova Babbitt (La artista judía de Auschwitz)


Dinah Gottliebova Babbitt, 1923 Checoslovaquia.
Al fondo se ve una montaña. Una como la que dibujaría cualquier niño, con su cima en forma de pirámide, su nieve que parece nata derritiéndose, sus laderas verdes. El cielo muy azul, moteado en nubes aquí y allá. Praderas con vaquitas frisonas, manchas blanquinegras. Y las figuras, disfrutando. Blancanieves que baila con los enanitos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, y Mudito subido sobre los hombros de Dormilón para poder estar a la altura de la princesa. Todos sonríen y parecen felices. Alrededor gris y muerte.
(Es uno de los murales que Dinah Gottliebova pintó en Auschwitz).
La de Dinah es una historia similar a otras. Un millón trescientas mil, concretamente. O, más bien, parecida a los doscientos mil que salieron con vida de aquel infierno en mundo. Nacida en Brno, no había cumplido veinte años cuando su vida cambió. Un tren, un traslado junto a Johanna, su madre. Ambas judías. Uniformes, palabras en alemán. Calor, cientos de cuerpos apiñados junto al suyo, olor a orines y excrementos. Raíles que van al noreste. A Terezín (Theresienstadt), la fortaleza de María Teresa, última Habsburgo. Solo que entonces se usa para algo diferente. Nada de protegerse del corso, no. Dinah y su madre son judías, y aquello, Theresienstadt, es ahora un gueto. Campo de concentración, lo llaman. Hambre y frío. Luego otro tren. Al este, hasta lo que hoy es Polonia. Traspasar las puertas de hierro forjado. Arbeit macht frei. El trabajo os hará libres. Destino Auschwitz.
Todos los que llegan de Bohemia son reubicados en las mismas dependencias. Auschwitz II-Birkenau. Campamento de la Familia Theresienstadt, le dicen con humor muy germánico. Si antes estaban en un campo de concentración, ahora llegan a lo que actualmente se conoce como campo de exterminio. Vuelvan a leerlo. Campo de exterminio. Declinar de días. Esperar un final que poco a poco se va sabiendo cierto.
Allí hay judíos, gitanos, homosexuales, disidentes políticos. También, claro, ancianos, embarazadas, genealogías enteras que van a ser segadas para siempre. Y niños, muchos niños. Horror sobre horror. El reino de la incongruencia. Alfred Hirsch, al que todos conocían como Fredy, es uno de los mejores ejemplos. Judío alemán, atleta, enviado primero a Theresienstadt, luego a Auschwitz. Solo que su suerte fue algo distinta. Tenía carisma, tenía una alta capacidad de autodisciplina; tenía, además, ese je ne sais quoi de tipo encantador. Pronto empezó a organizar actividades entre los suyos. Huertas, ejercicio diario. Los nazis vieron allí una manera sencilla de mantener el orden, y lo nombraron kapo. De facto se alineaba ahora con los malos, pero a él no le importó, siguió haciendo lo mismo que antes.
Suya fue la idea del Bloque 31, unos barracones especiales destinados a escuela y área de “esparcimiento” para niños de hasta catorce años. Allí los chavales aprendían (alemán, música, historia, también nociones de cultura hebrea a escondidas), hacían deporte, preparaban actividades culturales. Intentaban olvidar, suponemos, dónde estaban… Aunque fue pronto relegado de su puesto (al parecer por negarse a usar la violencia para imponer el orden), Hirsch continuó teniendo una enorme influencia. La última de sus ocurrencias cambió la vida de Dinah. Oye, ¿por qué no hacemos un musical? Sí, un musical, la historia de Blancanieves, representada por los niños. Para que tengan algo en que pensar.
Era una locura, pero vivían en mitad de otra locura aún mayor, así que no perdían nada por probar. Y aquí aparece Gottliebova, quien había estudiado en la Academia de Bellas Artes antes de que Europa se empezase a desangrar. La que bosquejaba pinturas aquí y allá, sobre papeles, en los muros. No era la única, claro. En 2017 se inauguró en el Szołayski Tenement House de Cracovia la exposición Face to Face. Art in Auschwitz, que recogía unas 200 pinturas, dibujos y pequeñas esculturas. La mayoría hechos de forma furtiva, hurtando miradas a los vigilantes. “El arte estaba prohibido allí, porque el arte humaniza, y ellos no eran seres humanos”, dijo su comisaria.
Hablábamos de Hirsch, y de Dinah, que fue escogida para crear “la puesta en escena” de esta particular Blancanieves. Un mural tan verde que hace daño a los ojos, un oasis de luz en el reino del gris. Todos sonríen en la pintura de Gottliebova. Técnica y un trazo preciso, personal. La semilla del genio que luego habría de manifestarse. Cuentan que la representación fue todo un éxito, que la niña vestida como Blancanieves tenía una voz maravillosa, que incluso los vigilantes vieron aquello. La protagonista llevaba una corona de papel que la propia Dinah había recortado con sus propias manos. Todo un acontecimiento.
Hirsch se suicidó poco después, el ocho de marzo de 1944. Ese mismo día se desmanteló el Bloque 31. Es considerado tzadikim (justo) por algunos judíos. Aún hoy existen asociaciones que prefieren olvidarlo, porque era homosexual.
La historia sigue, claro. Hombres de uniforme preguntan por Dinah. La del mural. Ven con nosotros. Avanzan hasta los edificios más señoriales del campo. Hasta el despacho del médico en jefe de aquel horror. Josef Mengele. Igual a ustedes les suena. El tipo obsesionado con los gemelos. El que inyectaba colorante en los iris de los niños para cambiarles el color de sus ojos. Cámaras a bajas presiones, comprobar los límites del cuerpo humano. Exposición al gas mostaza con el fin de encontrar una cura a las heridas producidas por el gas mostaza. Ese Mengele. El mismo que no estaba demasiado contento con las fotografías sacadas a los gitanos para apoyar sus teorías. "Es que parecen humanos, joder, algunos hasta salen guapos", diría.
Así que mandó llamar a Gottliebova. Usted los pintará, en acuarelas. Y hará que sus representaciones me den la razón. Ya sabe. Por documentar. Si lo hace me comprometo a que nada le pase aquí. Ella se lo pensó. Solo lo haré si también salva a mi madre. De esa forma Dinah Gottliebova se convirtió en la retratista oficial del doctor Mengele, esbozando a docenas de prisioneros de lo que los nazis llamaban “raza egiptana”. Al poco tiempo no había nadie a quien retratar, todos habían sido exterminados. Pero ella siguió trabajando. Experimentos, intervenciones quirúrgicas. Incluso algunos retratos de uniformados y jerarcas.
Para 1945 Dinah apenas podía sostener un lapicero entre sus dedos. Enferma de disentería, sus fuerzas se iban agotando poco a poco. A principios de ese año, día 27 de enero, los soldados soviéticos liberaron el campamento de Auschwitz, y el mundo empezó a entender el horror que habían albergado sus muros. Mengele huyó hacia occidente, fue apresado por los estadounidenses, pero un error burocrático lo dejó en libertad al poco. Después continuó su éxodo hasta América del Sur, muriendo plácidamente en Brasil treinta y cuatro años más tarde.
Gottliebova emprende también su propio exilio. Praga primero, más tarde París, donde amplía sus estudios artísticos en la Academia de la Grande Chaumiere. Después saltará a Estados Unidos para trabajar en la Warner Brothers, como ayudante de Art Babbitt. Que él hubiese sido uno de los animadores de aquella Blancanieves que salvó su vida en Auschwitz pudo ser señal para ambos. Art se ocupó de los movimientos (felinos, sinuosos) de la Reina Malvada, espejito, espejito, manzanas con sabor a muerte. Ambos, Art y Dinah, se casaron poco después, y ella pasó a ser conocida como Dina Babbitt. En esta segunda etapa de su vida le puso magia a personajes como el Pato Lucas o Speedy González. Dina murió en 2009.
Pero, ¿qué pasó con sus dibujos? El fuego, la destrucción. Aunque no todos. Pura casualidad. El 30 de enero de 1945, apenas setenta y dos horas más tarde de liberado Auschwitz, una niña judía llora desconsolada en el convoy que sale dirección a Hungría. Se apiñan, sucios y desnutridos, los pocos supervivientes del exterminio. La chiquilla solloza, huérfana, sin entender muy bien qué ocurre, qué va a ocurrir. Un vecino de Oświęcim, la localidad junto a la que se alza el campo, ve aquella escena, se le parte el corazón y adopta allí mismo a la chica. Ewa, se llama Ewa. Otro de los supervivientes, conmovido, regala al polaco unas pinturas enrolladas. Son seis acuarelas que reproducen rostros de gitanos. Todas van firmadas. “Dinah 1944”.
Con el tiempo esta Ewa, ya odontóloga en Cracovia, venderá las pinturas al Museo Estatal Auschwitz-Birkenau. Es 1963. Aún catorce años después la entidad podrá adquirir una séptima obra de manos de otro superviviente. El registro oficial del Comité de Compra de Artefactos del Museo recoge que “.. adquirieron a propósito todas las pinturas para las colecciones del museo, ya que los retratos de gitanos están estrechamente relacionados con la historia del campamento. Se ha determinado que los retratos de gitanos probablemente fueron pintados en el campo de concentración en el momento de su existencia, con toda probabilidad por un prisionero”.
¿Se enteró de esto Dina? Con el tiempo, y por pura casualidad. En 1969 el encargado del Departamento de Colecciones del Museo Estatal Auschwitz-Birkenau hojea un libro escrito por Otto Kraus y Erick Kulka. Su título es Tovarna na Smrt. Cierto dibujo llama su atención. La firma… la firma es igual que la de aquellas acuarelas. El resto es solo labor de rastreo. La autora es Dina Babbitt, de soltera Dinah Gottliebova. El museo logra su dirección, le informa del hallazgo. Incluso la propia Dina viajó a Polonia en 1973. “Estoy feliz de haber sobrevivido al campo y estoy feliz de estar viva”. Se llevó unas fotos donde aparecían sus dibujos y más tarde logró reproducciones a tamaño natural.
Solo que no pudo sacarlos de su cabeza. La obsesionaban. Recuerdos, dolor. Estaba convencida de que eran suyos, quería tener los originales. “Son mis pinturas, mi alma está en ellas, sin las acuarelas no hubiese sobrevivido, mis hijos y mis nietos jamás hubieran llegado a nacer”, dijo años más tarde a The New York Times. Los pintó bajo amenaza de muerte, no pueden ser de Mengele, como argumentan algunos abogados. Tampoco del museo. Y empezó así su lucha para recuperar aquellas siete acuarelas.
La actitud del museo al respecto es muy clara. Hablo con Agnieszka Sieradzka, encargada de colecciones en Auschwitz-Birkenau State Museum, quien me remite a la declaración oficial de la institución. Que el museo es el legítimo propietario de las siete pinturas. Que Dina y sus sucesores son los legítimos propietarios de los derechos intelectuales. Que el museo puede utilizarlas y exhibirlas dentro de los límites del uso público determinados en la regulación sobre derechos de autor y derechos absolutos. Y, más interesante aún, acompañan la declaración con una postura reflexionada sobre qué es y qué fue Auschwitz, y cómo se debe gestionar su memoria.
Documentos, artefactos construidos allí, incluso las puertas y ventanas que fueron expoliadas a los vecinos de Brzezinka para la construcción de los barracones. Todo eso, argumentan, puede tener un dueño jurídico, pero forma parte de la memoria que el museo pretende conservar. Teniendo en cuenta, además, su particular naturaleza. “Cada metro cuadrado está cubierto de sangre de las víctimas de los nazis: judíos, polacos, gitanos, rusos y otras personas asesinadas en este lugar. El objetivo principal de este sitio es ponerlo a disposición de cientos de miles de peregrinos e investigadores, y documentar lo más ampliamente posible los crímenes cometidos aquí”, dice el museo. Es por ello por lo que, argumentan, están obligados a preservar toda evidencia de lo allí sucedido, luchando por que no se disperse. El documento continúa. “Una vez más, queremos enfatizar: cada pérdida, incluso de la parte más pequeña de la documentación, será una pérdida irreparable y una sombra en la memoria de las víctimas del campo de concentración de Auschwitz”.
La conclusión es igual de diáfana. “Ni los documentos ni las pruebas de los logros criminales nazis basados en la teoría de la destrucción y el exterminio deben y pueden eliminarse de aquí o colocarse en otro lugar. Solo aquí, en Oświęcim, sirven a la ciencia, la historia y cientos de miles de peregrinos que visitan este lugar cada año”.
Ninguna duda al respecto. Según su postura, claro. Solo que para Dina Babbitt y sus descendientes la cosa no está tan clara. Con el tiempo su lucha se hizo más y más conocida, hasta atraer la mirada (y, en muchas ocasiones, el apoyo) de grandes nombres de la cultura. Como por ejemplo los convocados por el David S. Wyman Institute for Holocaust Studies, una institución radicada en Washington D. C. que en 2006 movilizó a casi 500 pintores, animadores y dibujantes para visibilizar la causa de Dina. Seguro que algún nombres les resulta familiar. Stan Lee. O el tipo que “creó” la Marvel (lo que hoy conocemos como la Marvel), nada menos. Él hizo la introducción a un cómic (obra de Neal Adams, Joe Kubert y Rafael Medoff) en el que se contaba la historia de Dina Babbitt y sus dibujos perdidos. No por casualidad esta pequeña obra aparecía como apéndice a otra mayor, centrada en el personaje de Magneto, que nació como Max Eisenhardt y fue superviviente él mismo de Auschwitz.
Realidad y ficción volvían a entremezclarse, como hicieron medio siglo antes, en un mural donde aparecía Blancanieves.
Nota: las siete acuarelas conservadas que llevan la firma de Dinah Gottliebova se pueden contemplar, aún hoy, en el Auschwitz-Birkenau State Museum de Oświęcim (Polonia).
Vía: publico.es